Aquí estoy, en Angkor, en las fronteras del tiempo. Soy restaurador de templos. Conozco el alfabeto Khmer, las leyendas de la ciudad de los dioses perdida en la jungla, los mil sabores del arroz, el genocidio en Camboya, la mitología de Vishnu y Shiva, el exilio y la desesperación. La paciencia, la serenidad y la perseverancia no son pues, en mi caso, virtudes o rasgos de carácter natural o adquirido, sino los efectos de un destino que nunca quise, pero del cual no pude escapar. Ahora mientras la lenta noche comienza a transformarse en el amanecer, a pocos kilómetros de donde nací, aquí en el templo-montaña de Angkor Vat, honraré la memoria de mis ancestros y quizás podré cerrar el círculo inconcluso de mi niñez, de mi soledad, de un Imperio y de un Dios.
Cuando el Khmer Rojo ocupó Phnom Penh, siendo yo un niño de 6 años, mi abuelo fue asesinado y el resto de mi familia desapareció. De profesión maestro, él también era restaurador de templos, como lo había sido su padre y el padre de su padre. Estas dos ocupaciones, fueron su pasión y su condena, pues a los crueles ojos de Pol Pot, era culpable de traición y de un occidentalismo vil y decadente.
A veces el dolor y el horror son fuentes insospechadas de coraje y decisión. Tal es mi caso. Huí de Phnom Penh a través del bosque y crucé la frontera para llegar a Tailandia como otros tantos refugiados de la atormentada Camboya. Me acogí a la ayuda internacional y logré la residencia en la ciudad de Londres donde me gradué en Arqueología en la Universidad de Cambridge. Cuando murió el tirano, supe inmediatamente lo que había de hacer. Retornar a Angkor, para volver a anudar el hilo de la tradición que había sido roto: la restauración de sus templos.
Shiva |
La imaginación de un niño, fértil de por sí se ve incrementada a grados inverosímiles cuando es nutrida en forma tan apropiada. Así ha partir de ese día, hube de recrear una y mil veces esa visita y años más tarde me convertí en un verdadero erudito en todo lo que concierne a la legendaria Ciudad de los Dioses. Pero desde el primer momento una escultura, mejor dicho un rostro, fue el que hechizó mi atención. El del Dios Shiva, que pertenecía a una estatua maravillosa hecha de arenisca en uno de los innumerables templos. Su serenidad, su lozanía, eran tan hondas y vivificantes que representaban hasta un grado inverosímil dos de las cinco caras del Dios: la gracia y la creación, triunfantes sobre sus otros atributos: el olvido y la destrucción. Fue inmensa la pena al enterarme a mi regreso a Angkor que su cabeza había sido robada, a consecuencia del pillaje desenfrenado que mutilaba en ese entonces, como hoy también, los templos de la ciudad.
En el caso de la estatua de Angkor, ésta es una representación más depurada, más ascética. Shiva aparece de piernas cruzadas pero sin estar representados los brazos superiores con sus atributos simbólicos. No es un Shiva Nataraja, es decir, no lo representa como el Dios de la Danza. Diría que es más humana, más accesible, quizás menos simbólica, pero exquisitamente transterrenal en su elaboración y en la sencillez de su apariencia. Sus ojos no tienen pupila, lo que no les resta fulgor. Hay algo así como una luz que pugna por abrirse paso. Y el tercer ojo. Está allí silente y letal. Pues es el ojo que cuando se abre destruye al que mira, convirtiéndolo en cenizas...
La Unesco al comprobar los estragos causados por el pillaje elaboró un cuidadoso catálogo de todas las piezas robadas que circuló en todas las galerías de arte, casas de remate y museos de todo el mundo. Entre las muchas piezas figuraba la cabeza de Shiva. El objetivo era sencillo. Apelar a la nobleza de aquellos que, de comprobar que alguno de los objetos robados formaba parte de su colección, lo devolviesen al gobierno de Camboya. Sin duda estos objetos podrían haber llegado a sus actuales poseedores con una falsa certificación, que ocultase el origen ilegitimo de su oferta, generando así una adquisición bona fide.
Shiva |
Aquí estoy pues, en Angkor, en las fronteras del tiempo. La noche ha sido laboriosa, cálida, íntima y apasionada. Mis asistentes ya se han ido. Hemos colocado la cabeza del Dios. Aquí estoy, en la frontera de dos Mundos, mientras el amanecer se insinúa en sus innumerables torres. He dejado atrás días y días de búsqueda, de anhelos, de dolor y soledad. Sentado frente a la estatua de Shiva, con las piernas cruzadas, mi existencia se reduce a este instante. Y en el silencio que custodia los templos, observo a la estatua de la divinidad de 1008 nombres. El Dios que adopta mil rostros y figuras. El mendigo, el yogui, el asceta... El Dios que es adorado el decimotercer día después de la luna llena, pasadas las seis de la tarde. Observo con detención el rostro, su pulida superficie, su suavidad, su frescura que asemeja al de un niño, sus ojos vacíos... De pronto un relámpago, un fulgor, una explosión de luz abre una brecha en los mismos. El Dios abre sus ojos y mira. La luz es tan diáfana e intensa que por un momento me enceguece.
Shiva |
Ahora comprendo. Shiva me ha obsequiado un instante en la Angkor primordial. Un instante ajeno a la mensura del tiempo. Quizás fueron horas, días, meses o años el tiempo en que estuve allí. No lo sé. Sólo sé que nuevamente estoy aquí, sentado con las piernas cruzadas frente a la estatua restaurada del Dios en la Angkor que visité, con mi abuelo, cuando era un niño. Ahora conozco todos sus secretos y la he contemplado en su esplendor orginario que hoy se ha opacado. Sé que no he sido prisionero de una ilusión. Pues si alguien considera que lo que he narrado es un sueño, opuesto a una realidad verificable y sustancial, he de responder que para la teofanía hindú, el Universo entero es el sueño de Dios, que desaparece cuando despierta. Un sueño complejo, una polifonía perfecta, en la que anidan innumerables sueños, el suyo, el mío y el de todos los otros. En mi caso no temo que el Dios despierte, pues soy y seré camboyano: por siempre he de vivir entre el horror y el éxtasis.
Fuente:http://usuarios.netgate.com.uy/carlosfleitas/shiva1.htm
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