domingo, 5 de febrero de 2012

LOS ROSTROS DEL BAYON

En el centro de Angkor, en el corazón mismo de la ciudad khemer, levantó Jayavarman VII el Bayon, un enorme y enigmático complejo religioso para mayor gloria y esplendor de la ciudad, pero sobre todo buscando perpetuarse en el tiempo.
Torres del Bayom

       El Bayon, con sus torres formadas por cuatro arcos dirigidos hacia los cuatro puntos cardinales, es la expresión más sorprendente de la personalidad de Jayavarman VII, que se representó a sí mismo en cada uno de los cuatro lados de las 54 torres, rematadas todas ellas por la doble flor de loto.
       Son 54 torres con 216 gigantescas caras esculpidas, todas con la misma sonriente expresión, aunque ninguna es igual, ya que una misma cara está formada por varias piezas de piedra y cada pieza fue trabajada por una persona diferente.

  Obsesionado por la inmortalidad y en la cima de su poder, intuyendo que se acercaba el fin, intentó conjurarlo mediante una frenética actividad constructora que fue una de las principales causas del hundimiento de la civilización de Angkor.


Rostro del  Bayon
     
       Ególatra y narcisista, llenó Angkor con su efigie. Cientos y cientos de rostros decoran templos y monasterios, puentes, gopuranes, torres, muros… Todo se personalizó con el rostro del rey, caracterizado como bodhisattva.
       Un monarca ascético y sensual, filántropo y  tirano. Convencido de su esencia divina, deseoso de eternidad, intoxicado de poder y misticismo, con miedo al final y al olvido, llenó el Bayon con sus colosales rostros, en un ansia de perpetuación y glorificación, como no se había visto, ni se vería jamás, a lo largo de la historia.
       Se representó como señor misericordioso, protector, benevolente, preocupado por el bienestar de su pueblo. Se identificó con el bodhisattava Lokeshvara, el bodhisattva de la compasión. Pero las estatuas nos hablan de su fuerte carácter y de su compleja personalidad.
     
Torres del  Bayon
  Jayavarman VII, el más grande de los monarcas khemer, aparece siempre ataviado como un gran príncipe, con corona, diadema, pesados pendientes y collar en el cuello. Su frente alta indica inteligencia y su expresión autoritaria y absolutista apenas queda suavizada por su actitud meditabunda. Los labios carnosos revelan los muchos apetitos de un rey que vivió con igual intensidad espiritualidad y carnalidad, humildad y orgullo. Su boca, que esboza una ligera sonrisa, no transmite paz sino inquietud y desasosiego.
       Los ojos entornados ocultan su mirada, pero la luz al incidir en ellos, los devuelve a la vida, y por un instante, el soberano vuelve a reinar en Angkor.

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