Halong es el lugar más hermoso que conozco. Durante el día su
belleza espectacular se diluye en el trajín ruidoso de los barcos
turísticos, los arrecifes de coral, sus manglares, sus lagunas escondidas
y sus sucios pueblos flotantes.
Pero el atardecer es de una belleza fascinante, sin igual. Un
lugar mágico, encantador, deslumbrante. Cuando el sol cae sobre el mar, se
refleja en las calmadas aguas de la bahía, que se tiñen de color púrpura y el
mar verde esmeralda se transforma en un juego de rosas y naranjas.
El tiempo parece detenerse, la calma se apodera del lugar. La
inmovilidad de las aguas solo se ve rota por alguna gaviota despistada que se
lanza en picado sobre un pez, dejando en el agua aros concéntricos que se
multiplican hasta el infinito.
En el horizonte,
el sol se oculta tras una nube, dejando a contraluz la hermosura de unos
islotes con ribetes dorados. Imágenes de sombras y luces, en un anochecer de
fuego, que dora las aguas del mar de la China.
Envuelto en silencio, dibujando en el horizonte una línea de
altos peñascos, el sol anaranjado se apaga en el espejo de jade de la bahía.
Parece imposible que la naturaleza haya creado tanta belleza.
Son imágenes de una nostalgia infinita, que traen a nuestra
memoria vidas ya vividas, sueños ya soñados. Olvidos ya olvidados...
Mientras las aguas duermen, desde la cubierta, navegando bajo
un cielo cubierto de estrellas, sentimos que si Dios existe, está
allí.
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