Hay lugares que ejercen sobre mí una atracción inexplicable:
los desiertos, la arquitectura hipogea, los bazares... Siempre visito los
bazares de los lugares donde voy: Estambul, Isfahan, Marrakech...Todos sitios
exóticos, mágicos, con el encanto de una cueva de Alí Babá...pero ninguno con
el colorido de los de la India.
Los bazares de la India son de un colorido especial. Son
ruidosos y están aglomerados de gente, tienen un olor indescriptible,
mezcla de excremento de vaca y de especias...pero todos cuentan con un
atractivo singular. Todo lo que puedas esperar comprar en la India se puede
encontrar en un bazar: telas, joyas, comida, plata, oro, muebles, deidades,
pinturas, aceites, inciensos, alfombras, baratijas y un largo etcétera.
Los bazares son un espectáculo de combinación de gentes, castas y religiones.
Los bazares son un espectáculo de combinación de gentes, castas y religiones.
Si hay una cosa que me guste de los viajes es recorrer los bazares, perderme entre sus callejones o tomar un chai en la puerta de una minúscula tienda. El bazar, organizado por gremios y actividades, es un continuo ir y venir de gentes cuya voz se funde con el bullicio de la música que proviene de pequeños tenderetes donde se venden «casettes». Me encanta entrar en el bazar de las especias, aspirar el aroma que desprende la canela, la nuez moscada, el jengibre... y hundir mis manos en los ordenados sacos de las coloridas especias.
Pasear por el bazar de los textiles, en el que centenares de telas enrolladas en enormes cilindros se sostienen en la pared a la espera de ser cortadas por las manos de unos sastres, que tumbados, charlan a la espera de clientes. Visitar el multicolor mercado de frutas y verduras donde la piña, el plátano y el mango son olor de zumo recién exprimido. Mirar como los vendedores de trigo aventan el cereal bajo deshilachadas carpas de esparto que son pabellones con sabor a pan y polvo. Oír como los latoneros golpean el brillante metal que en pocas horas se convertirán en ornamentados platos. Observar a los joyeros que, en humildes vitrinas de cristal, exponen sortijas de oro muy amarillo, pendientes y brazaletes de plata mate engarzados con piedras semipreciosas. Las joyerías, están vacías de gente y llenas de miradas. Todo lo contrario que los puestos de pulseras que, por miles, se apilan en estanterías y que son probadas y comentadas por mujeres que regatean el precio, con vendedores de bigote turco que procuran mantenerse firmes en los precios. Ver cómo compran y venden es tan atractivo como husmear en el mismo bazar. No regatean en hindi, ni en árabe, ni en tamil; son regateos de silencios, regateos reflexivos, regateos de única compra.
Camino y me emborracho de sensaciones, de colores y olores a
especias, a frutas frescas y deliciosas verduras. Camino y me embriago del
caos, del ruido del humo de carricoches y motos, de los destellos dorados de
bordados y bisuterías, de la maestría de sus artesanos.
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